Por favor, discúlpenme,
pero no veo el momento de detenerme.
Navego en esta época
pero remo hacia otros tiempos.
Aunque los arañazos en las palmas de mis manos
sean zanjas para las astillas de la madera que empujo
ante el aplauso hipócrita de admiradores reprimidos.
El público que se queda en la costa
sabe cómo no mojarse,
sabe cuándo apartarse,
sabe cuándo correr y callar
si la mar se pica
y la sangre entre árboles muertos
sabe más salada que nunca
cuando me salpica el rostro.
Me van a perdonar si concedo el mínimo valor
a los ánimos infundidos por voces resguardadas
mientras huyen y me dan la espalda.
Me van a perdonar también si cuando alcanzare tierra firme
escupiera sobre sus aplausos aburguesados y ociosos.
Incluso me van a perdonar
si trato de cortar sus brazos a golpe de hacha
por ser autores de ovaciones frívolas a gente honesta
y de sinceras ovaciones a gente falsa.
Van a tener que perdonarme,
aunque no me importa si no lo hacen:
yo nunca me he concedido esa gracia
y no voy a exigirle que completen
una tarea aún imposible para mí
a gentes cobardes e incompetentes.
Por favor, discúlpenme,
pero ustedes, los halagadores y los putifans,
los groupies de emociones de digestión facilona,
para mí,
siempre serán heces resecas
porque nunca,
nunca jamás
se mojarán por nosotros.
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