EXPOSICIÓN DE MOTIVOS

Las altas esferas nos miran con paternal complacencia. De lo que no son conscientes es de que nosotros, pequeños y escasos asteroides en plena explosión demográfica, cuando giramos a su alrededor, no lo hacemos dócilmente. Les escrutamos, les estudiamos. Una y otra vez. Aunque ya tengamos demasiado vistas sus superficies leprosas y salpicadas de chancros sifilíticos. Simplemente nos estamos reproduciendo, poco a poco. Estamos esperando el momento ideal, que acontecerá el día más pensado, cuando a la ocasión la pinten con rastas hasta la mismísima culera, para lanzarnos sobre sus sorprendidas caras. Algún día caeremos como hierros al rojo vivo sobre sus cordilleras podridas. No habrá coordinación, será una lluvia ácrata, un chubasco irregular y Aleatorio, sin una política definida. POR FIN.

Nuestros cerebros serán meteoritos de todos los colores. Eso es lo de menos. Caeremos a su derecha, a su izquierda, en sus bancos y en sus politburós. En sus templos, en sus logias, en sus sedes del partido, en sus Casas del Pueblo. Lapidaremos mentalmente sus Cuarteles Generales, sus centros de comunicaciones monodireccionales. Pianos de Jerry Lee Lewis sin teclas berreando silenciosamente "Great Balls of Fire". Eso seremos.

Pero mientras tanto, seguimos aumentando la familia. Se engrosa el cinturón. Es una batalla entre la mitosis asnal y la del pensamiento auténticamente libre.

Y se acabó el "si Dios quiere". Habremos de querer nosotros. Porque, llamadme loco, eso es lo que creo que Dios quiere: mujeres, hombres, personas actuando por sí mismos... con el pensamiento verdaderamente libre.

Firmado: una bomba nuclear tranquila.

martes, diciembre 01, 2015

A ELLA

A ella le faltarían siempre trece primaveras para alcanzarme hasta que me fuese. Porque esperarla sería hibernar. No podía ser. Estaba claro que mis inoportunas canas y mis dientes amarillentos, rotos y podridos eran más que una sima cronológica. Eran consecuencia de mi ensañamiento sobre un cuerpo mal eclosionado a finales de los 90. Yo era experiencia, pero más que un grado, era degradación. 

Palidez, 
ojeras, 
delgadez, 
miseria emocional,
dejadez.

Sin embargo, no le importó. Me ofreció más que alimento para mi hambruna, más que consuelo para mis arañazos. Mucho más que un hombro y un pecho sobre los que regenerar el vicioso virgo de la inmadurez: fui tierna irrealidad entre sus brazos. Sin duda, me importó.

Hasta que un día desperté más cansado que nunca. Persuadido por ese ególatra solitario que, más que cubrirme las espaldas, se abalanza y se deja caer sobre ellas. Ella. Su regazo me agobiaba, su risa me anclaba a lo constante. Borracho de felicidad, me pareció una gran idea vomitarla en su cara. Pero sólo mi bilis vio la luz, 

y acabó mezclándose con sus lágrimas agrietadas.

Qué orgulloso miserable me sentía al creerla tan guapa mientras me lloraba. Asco. Masoquismo. Asco. Pisoteando la flor más bonita que jamás pensé que querría crecer en mitad del solar de mi vida. 

Arrancándola sin miramientos, 
arrojando su tallo inocente a la cuneta 
donde el ojo del gato negro de Poe se descompone.

A ella. Disparé a la única que tuvo el valor de rescatarme. La expulsé como humo de cigarrillo por una ventanilla de coche entreabierta.

Y ahora el sol nos amanece en campos muy separados.

Qué cosas. 

A ella le gustaban rubios,
yo siempre fui de morenas.

Adivinen quién se quedó a verlas venir
y no vinieron.

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