martes, diciembre 01, 2015
A ELLA
A ella le faltarían siempre trece primaveras para alcanzarme hasta que me fuese. Porque esperarla sería hibernar. No podía ser. Estaba claro que mis inoportunas canas y mis dientes amarillentos, rotos y podridos eran más que una sima cronológica. Eran consecuencia de mi ensañamiento sobre un cuerpo mal eclosionado a finales de los 90. Yo era experiencia, pero más que un grado, era degradación.
Palidez,
ojeras,
delgadez,
miseria emocional,
dejadez.
Sin embargo, no le importó. Me ofreció más que alimento para mi hambruna, más que consuelo para mis arañazos. Mucho más que un hombro y un pecho sobre los que regenerar el vicioso virgo de la inmadurez: fui tierna irrealidad entre sus brazos. Sin duda, me importó.
Hasta que un día desperté más cansado que nunca. Persuadido por ese ególatra solitario que, más que cubrirme las espaldas, se abalanza y se deja caer sobre ellas. Ella. Su regazo me agobiaba, su risa me anclaba a lo constante. Borracho de felicidad, me pareció una gran idea vomitarla en su cara. Pero sólo mi bilis vio la luz,
y acabó mezclándose con sus lágrimas agrietadas.
Qué orgulloso miserable me sentía al creerla tan guapa mientras me lloraba. Asco. Masoquismo. Asco. Pisoteando la flor más bonita que jamás pensé que querría crecer en mitad del solar de mi vida.
Arrancándola sin miramientos,
arrojando su tallo inocente a la cuneta
donde el ojo del gato negro de Poe se descompone.
A ella. Disparé a la única que tuvo el valor de rescatarme. La expulsé como humo de cigarrillo por una ventanilla de coche entreabierta.
Y ahora el sol nos amanece en campos muy separados.
Qué cosas.
A ella le gustaban rubios,
yo siempre fui de morenas.
Adivinen quién se quedó a verlas venir
y no vinieron.
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