El pasado 18 de junio, tras más de mes y medio lejos de mi querida Montaña, pude por fin tomarme un respiro en mis estudios que me permitió volver a la tierra que me vio nacer, concretamente a la localidad en la que resido hace veinte años, que no es otra que los Corrales de Buelna. Accediendo al pueblo por una de las vías de entrada al mismo, pude comprobar que en una de las rotondas se había erigido una estatua ecuestre en memoria de uno de los artífices de la conquista de Cantabria y de su completa entrada en la Historia. No me sorprendió especialmente, ni tampoco le di más importancia de la que a mi juicio merecía. Hasta aquí, todo normal.
Lo que no me pareció en absoluto tan normal fue la airada queja de algunos, suponemos, asiduos lectores de su periódico, que aprovecharon no sólo para expresar su indignación por la presencia de tamaño genocida en las calles de mi localidad, sino de paso, para realizar una rápida actualización política del agravio sufrido, pegando un brinco cronológico de unos dos mil años para lograr hacer pivotar sus sólidos argumentos. A cara de perro, sin anestesia. Como tiene que ser. Y es que todos sabemos que los cántabros eran gentes honradas, pacíficas, consideradas para con sus mayores y sus vecinos del sur, que despreciaban la guerra y la mutilación, no como los romanos, esos malditos degenerados que estropeaban el paisaje con obras públicas inútiles, concedían la ciudadanía a los pueblos conquistados, les proporcionaban conocimientos, avances y técnicas inútiles, creaban redes de carreteras ineficientes, mientras extendían su inútil y caduco Derecho Romano, así como su lengua.
Por eso, y como excelente defensor de los buenos salvajes, no dudarán esos asiduos lectores en defender a los sufridos indígenas americanos de los dolorosos zarpazos históricos perpetrados por los maléficos españoles, que, oprimiendo a los pobres cántabros y de demás nacionalidades de la península ibérica les obligaban a luchar y exterminar a los pacíficos incas y aztecas (quienes aborrecían totalmente los sacrificios humanos, la esclavitud, la mutilación y la conquista por la fuerza de las armas). Es decir, ensalzando lo autóctono por muy brutal que sea, e insultando y despreciando ferozmente lo español, por muy beneficioso que fuere. Un clásico de la progresía, bien teñido de romanticismo trasnochado (“libertad perdida hace dos mil años”), parcialidades y demás parafernalia.
Agarrándose como pueden a una herencia céltica que se reduce a ciertos rasgos culturales que han pervivido a lo largo de los milenios, a un puñado, sí, puñado, de palabras que se diluyen ante el océano de latinidad de nuestra lengua, cultura y modo de vida, los valientes defensores de la nación cántabra pasan por alto de manera vergonzante las atrocidades de los antiguos pobladores de nuestra tierra, o de cualquier otra parte del mundo, mientras se erigen como hábiles denunciantes de crímenes, genocidios y desmanes de cualquier civilización, cultura o nación que no goce de su simpatía o que no case bien con sus ideales progresistas y bienhechores. No seré yo quien niegue las constantes matanzas o asesinatos de la civilización romana, pero tampoco pasaré por alto el hecho antes mencionado de que cualquier otra cultura, civilización, tribu o etnia de la antigüedad no sólo igualaba a nuestros ancestros latinos en crueldad y ansia de sangre, sino que en muchos casos la superaba. Ahí está Atila, el azote de Dios. Y aquí en España, algunos siglos después, Almanzor, al que se ha erigido al menos una estatua por tierras andaluzas, aun sabiendo que arrasó estas tierras del norte de España. Supongo que estos asiduos y ofendidos lectores no hubieran protestado tanto si hubiese sido él el homenajeado por el monumento. Como no protestaron por la estatua de un guerrero cántabro a no demasiada distancia de la del maléfico Agrippa. Un guerrero cántabro que seguramente desayunase todas las mañanas sangre de vacceo. Pobrecito buen salvaje.
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