sábado, noviembre 29, 2008
Nos quejamos de vicio
Hacía mucho que no lloraba.
La noche no pintaba muy allá. Había dudas importantes sobre si salir de fiesta o no salir, y en el primer caso, en cuanto al lugar o zona elegidos para ello. Se optó por Malasaña, tras descartar lugares de mayor glamour, estilo o pijotería en general.
Insisto, la cosa no pintaba muy allá. Llueve, hace frío en Madrid. Pero hay ganas de cachondeo y algún que otro borrachuzo entre nosotros. Primera advertencia: el guarda de la residencia. Segunda advertencia: un policía nacional. Je, lo usual.
A la salida del metro, primera controversia regada con litronas. Primer cabreo. Las dos y media de la mañana y al raso. Genial, maravilloso, viva la movida madrileña. Tres y media de la mañana, segunda enganchada entre nosotros mientras los transeúntes tratan de calmarnos, nos miran con curiosidad o simplemente pasan del tema.
¡Bueno! Asunto arreglado. Vamos a buscar un garito, que llueve y hace frío. Mierda, las cuatro y media de la mañana. Casi todo cerrado, y para acceder a lo poco que aún queda abierto por la zona, unas colas inmensas y un precio prohibitivo. De puta madre.
Y ahora, a buscar un portal abierto, para secarnos esta caladura inmisericorde. Menos mal, aquí hay uno bastante calentito. Como auténticos mendigos, indigentes que dicen ahora. Estalla la enésima discusión, al parecer causada por nuestra indecisión a la hora de salir o no, pero en realidad producto del nefasto resultado de la noche vivida. Uno de los cuatro se marcha, indignadísimo al parecer por uno de los comentarios de otro de los presentes. La cosa se calma. Y la conversación, ya a las cinco y veinticinco de la mañana, deriva a temas aparentemente mundanos. Que si estamos jodidos de la cabeza, que si en la residencia la comida es cada vez más repugnante, etcétera. Y sobre todo, lo bien que se come en casa, lo bien que está uno en su tierra, en su casa, con su familia.
Me doy cuenta entonces de que uno de los presentes, a pesar de vivir en una ciudad bastante más cercana a Madrid que la mía, apenas vuelve a casa. Y sin más, hace la pregunta clave.
"¿Podéis decir que vuestra infancia ha sido feliz?"
El otro presente y yo nos miramos y le miramos. Con pequeños matices, eso sí, respondemos afirmativamente sin dudar demasiado. Claro, coño, seguro que otros las han tenido mucho peores.
Reparo entonces en que quien ha formulado la pregunta, habla con cierta frecuencia de su padre, pero apenas lo hace de su madre. Pero ni por asomo se me ocurre pensar en nada más allá de una relación difícil madre-hijo. Y empieza la historia.
Este amigo mío ha pasado la mayor parte de su vida yendo de ciudad en ciudad, mudándose cuando el destino de su padre así lo requería. Su padre, guardia civil miembro del GAR y anterior miembro del TEDAX, ha visto volar por los aires a muchos compañeros en las Provincias Vascas. Han tenido que vivir prácticamente en el anonimato, bajo altas medidas de seguridad, no en vano su labor no es otra que la de oprimir y humillar al valiente pueblo vascongado. Pasado un tiempo, tuvo que coger todos sus bártulos y cambiar de residencia otra vez. Y otra. Y otra. Y otra. Su hijo, mi amigo, no ha podido crear vínculos afectivos con ninguna ciudad, mucho menos con personas o vecinos. Y mi amigo sigue hablando.
Su padre, y él, al igual que yo, somos cristianos. Católicos, concretamente. Ni creen -creemos- en el divorcio, ni en el aborto ni en el suicidio. Qué le vamos a hacer, somos así. Pero su padre es infeliz, y él también. Su madre, amén de neurótica, cuenta, es alcohólica. Estar más de diez minutos en su presencia implica mucho más que un simple cabreo. Dan unas enormes ganas de golpearla, mientras le grita que es un hijo de puta, que se vaya, que él no es su hijo, que no lo quiere volver a ver, que a ver si se muere y la deja en paz. El padre de mi amigo, extenuado, harto, desesperanzado, no soporta su presencia: "Mira a ver qué mujer eliges en tu vida, hijo, realmente creo que si lo que quieres follar, lo más fácil para tu equilibrio emocional, es irse de putas". Pero, por creencias religiosas, no se divorcian. Por eso y por el hijo pequeño, de apenas diez años. Y por el estado lamentable en que podría quedar su madre si se produce tal divorcio. Y aguantan.
Hace no demasiado tiempo me comentaba este amigo mío que las Navidades más felices que había pasado en su vida fueron con sus amigos, en el Pirineo. Sin su familia. En realidad, en ese momento nos comentó que realmente aquellas Navidades habían sido las únicas felices de su vida, lejos de "los suyos".
Apenas cuatro años atrás, mi amigo había visto a su padre, en casa, con su arma reglamentaria colocada en la sien. Mientras se la intentaba arrebatar, su padre llegó a amenazarlo con dispararlo si no le dejaba en paz. No fue necesario. Sus creencias religiosas y el pensar en sus hijos evitaron el temido desenlace.
Mi amigo lo cuenta entre sollozos, bien coordinados con los nuestros. No soy capaz de mirarlo a la cara. "Es muy duro, es muy duro no poder soportar a tu madre, es muy duro tener ganas de golpearla, es muy duro que te diga lo que te dice, es muy duro tener que forcejear para tener que quitar de la sien la pistola a tu padre. Es muy duro, chavales, es muy duro."
Calmados un poco los ánimos, nos recomponemos, y dice: "Si casi no lo puedo decir yo, ¿podéis decir vosotros que vuestra infancia ha sido dura?"
Y entonces lo pienso, pero lo digo en voz alta y ahora lo repito: somos unos miserables, porque nos quejamos de vicio.
La noche no pintaba muy allá. Había dudas importantes sobre si salir de fiesta o no salir, y en el primer caso, en cuanto al lugar o zona elegidos para ello. Se optó por Malasaña, tras descartar lugares de mayor glamour, estilo o pijotería en general.
Insisto, la cosa no pintaba muy allá. Llueve, hace frío en Madrid. Pero hay ganas de cachondeo y algún que otro borrachuzo entre nosotros. Primera advertencia: el guarda de la residencia. Segunda advertencia: un policía nacional. Je, lo usual.
A la salida del metro, primera controversia regada con litronas. Primer cabreo. Las dos y media de la mañana y al raso. Genial, maravilloso, viva la movida madrileña. Tres y media de la mañana, segunda enganchada entre nosotros mientras los transeúntes tratan de calmarnos, nos miran con curiosidad o simplemente pasan del tema.
¡Bueno! Asunto arreglado. Vamos a buscar un garito, que llueve y hace frío. Mierda, las cuatro y media de la mañana. Casi todo cerrado, y para acceder a lo poco que aún queda abierto por la zona, unas colas inmensas y un precio prohibitivo. De puta madre.
Y ahora, a buscar un portal abierto, para secarnos esta caladura inmisericorde. Menos mal, aquí hay uno bastante calentito. Como auténticos mendigos, indigentes que dicen ahora. Estalla la enésima discusión, al parecer causada por nuestra indecisión a la hora de salir o no, pero en realidad producto del nefasto resultado de la noche vivida. Uno de los cuatro se marcha, indignadísimo al parecer por uno de los comentarios de otro de los presentes. La cosa se calma. Y la conversación, ya a las cinco y veinticinco de la mañana, deriva a temas aparentemente mundanos. Que si estamos jodidos de la cabeza, que si en la residencia la comida es cada vez más repugnante, etcétera. Y sobre todo, lo bien que se come en casa, lo bien que está uno en su tierra, en su casa, con su familia.
Me doy cuenta entonces de que uno de los presentes, a pesar de vivir en una ciudad bastante más cercana a Madrid que la mía, apenas vuelve a casa. Y sin más, hace la pregunta clave.
"¿Podéis decir que vuestra infancia ha sido feliz?"
El otro presente y yo nos miramos y le miramos. Con pequeños matices, eso sí, respondemos afirmativamente sin dudar demasiado. Claro, coño, seguro que otros las han tenido mucho peores.
Reparo entonces en que quien ha formulado la pregunta, habla con cierta frecuencia de su padre, pero apenas lo hace de su madre. Pero ni por asomo se me ocurre pensar en nada más allá de una relación difícil madre-hijo. Y empieza la historia.
Este amigo mío ha pasado la mayor parte de su vida yendo de ciudad en ciudad, mudándose cuando el destino de su padre así lo requería. Su padre, guardia civil miembro del GAR y anterior miembro del TEDAX, ha visto volar por los aires a muchos compañeros en las Provincias Vascas. Han tenido que vivir prácticamente en el anonimato, bajo altas medidas de seguridad, no en vano su labor no es otra que la de oprimir y humillar al valiente pueblo vascongado. Pasado un tiempo, tuvo que coger todos sus bártulos y cambiar de residencia otra vez. Y otra. Y otra. Y otra. Su hijo, mi amigo, no ha podido crear vínculos afectivos con ninguna ciudad, mucho menos con personas o vecinos. Y mi amigo sigue hablando.
Su padre, y él, al igual que yo, somos cristianos. Católicos, concretamente. Ni creen -creemos- en el divorcio, ni en el aborto ni en el suicidio. Qué le vamos a hacer, somos así. Pero su padre es infeliz, y él también. Su madre, amén de neurótica, cuenta, es alcohólica. Estar más de diez minutos en su presencia implica mucho más que un simple cabreo. Dan unas enormes ganas de golpearla, mientras le grita que es un hijo de puta, que se vaya, que él no es su hijo, que no lo quiere volver a ver, que a ver si se muere y la deja en paz. El padre de mi amigo, extenuado, harto, desesperanzado, no soporta su presencia: "Mira a ver qué mujer eliges en tu vida, hijo, realmente creo que si lo que quieres follar, lo más fácil para tu equilibrio emocional, es irse de putas". Pero, por creencias religiosas, no se divorcian. Por eso y por el hijo pequeño, de apenas diez años. Y por el estado lamentable en que podría quedar su madre si se produce tal divorcio. Y aguantan.
Hace no demasiado tiempo me comentaba este amigo mío que las Navidades más felices que había pasado en su vida fueron con sus amigos, en el Pirineo. Sin su familia. En realidad, en ese momento nos comentó que realmente aquellas Navidades habían sido las únicas felices de su vida, lejos de "los suyos".
Apenas cuatro años atrás, mi amigo había visto a su padre, en casa, con su arma reglamentaria colocada en la sien. Mientras se la intentaba arrebatar, su padre llegó a amenazarlo con dispararlo si no le dejaba en paz. No fue necesario. Sus creencias religiosas y el pensar en sus hijos evitaron el temido desenlace.
Mi amigo lo cuenta entre sollozos, bien coordinados con los nuestros. No soy capaz de mirarlo a la cara. "Es muy duro, es muy duro no poder soportar a tu madre, es muy duro tener ganas de golpearla, es muy duro que te diga lo que te dice, es muy duro tener que forcejear para tener que quitar de la sien la pistola a tu padre. Es muy duro, chavales, es muy duro."
Calmados un poco los ánimos, nos recomponemos, y dice: "Si casi no lo puedo decir yo, ¿podéis decir vosotros que vuestra infancia ha sido dura?"
Y entonces lo pienso, pero lo digo en voz alta y ahora lo repito: somos unos miserables, porque nos quejamos de vicio.
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1 comentario:
Así es la vida.
Y después piensa en gente como en los compañeros de partida de Uría.
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